"Prefiero a los vencidos, pero yo no podría adaptarme a la condición de vencido.” Curzio
Malaparte
Nueva Zelanda, 17 de julio de 1993. En la
cancha del Tauranga School, el equipo de ese colegio juega con la categoría
Menores de 19 de Cardenal Stepinac, de Argentina. El árbitro marca un scrum.
Los dieciséis jugadores que intervienen en esa formación se disponen a
realizarla, tomándose de los brazos y colocándose en cuclillas. Entre los
argentinos está Luis Benítez, un chico alto, que juega de segunda línea, que
vive en Villa Tesei, hijo de padre obrero y madre ama de casa. Por la posición
en la que juega, debe colocar su cabeza entre las caderas de dos compañeros que
forman la primera línea del scrum y, desde atrás, otro compañero tiene que
empujar hacia adelante. Su cuerpo es una pieza que ocupa la parte media de ese
engranaje. El referee ordena que se reanude el juego; los jugadores que están
delante de Luis hacen fuerza para un lado, el que está detrás, hacia otro. La formación se derrumba, Luis siente un
hormigueo por todo el cuerpo, sufre un paro cardiorrespiratorio; un médico
ingresa desesperado al campo de juego, trata de reanimarlo. “Peruano, no puedo
respirar, peruano, no me dejes”, suplica Benítez. Y pierde el conocimiento.
Diciembre de 2012;
el Camino del Buen Ayre está despejado, un látigo gris por el que vuelan los
autos. Una salida hacia Hurlingham, pocas personas por las calles, dos perros
deambulan por un baldío. Una calle angosta, la sede de la Fundación Felices Los
Niños, célebre en su momento porque su director, el sacerdote Julio César
Grassi, abusaba de chicos a su cargo. Esa porción de Hurlingham reboza de fe:
en cada esquina se ven ermitas con imágenes de la Virgen, con flores amarillas
o rojas que la orlan, estampitas pegadas en los costados, papeles con promesas
y agradecimientos. Después de dos
kilómetros de recorrido, un giro a la izquierda, otro más, una calle muy
silenciosa, árboles tupidos que apenas dejan pasar algunas gotas de luz. Una
casa prolija, tipo chalet, una puerta de rejas negras en un costado, el timbre
y los ladridos de un perro como reflejo.
-Hola, vení, pasá.
Este es Spock, el perro, tiene un año y medio.
Luis Benítez abre
las puertas de su casa, ubicada en el fondo de la de sus padres, en Villa
Tesei. Es alto, flaco, y camina con cierta lentitud. En un patio, un gato mira
al visitante, desconfiado, subido a una maceta. Ya en la vivienda de Luis, su
living tiene una mesa de madera en el centro, un ventilador en pleno
funcionamiento, un armario repleto de fotos familiares y de algunas imágenes de
la Virgen. En una pared, una remera con franjas azules, rojas y blancas,
cuelga, enmarcada. -Esa camiseta es la
que tenía puesta el día que me accidenté. Yo me acuerdo de todo de ese día,
hasta que me suben a la ambulancia. Tuve desplazamiento de dos vértebras y
pellizco de la médula espinal. Cuando me desperté, ya tenía puesto algo fijo en
el cuello y un tubo en la boca, que era el respirador. Volví a cerrar los ojos
y cuando los vuelvo a abrir, estaban mi papá y mi mamá, pero no sé cuánto
tiempo había pasado.
Los padres de Luis
llegaron a Nueva Zelanda un día después del accidente. Cuando llegaron al
hospital en donde estaba internado su hijo, los médicos les aseguraron que el
pronóstico era pésimo y les sugirieron que lo desconectaran del respirador, que
iba a ser una carga para la familia, que para qué vivir así. Irma y José Luis
rechazaron la visión de los médicos neocelandeses.
Luis dice que no les
guarda rencor a esos profesionales, ya que la cultura de Nueva Zelanda es
diferente a la argentina. Y explica que en ese país estuvo un mes internado, en
donde recibió la solidaridad de muchas personas. Hasta los AllBlacks hicieron
subastas de sus camisetas para juntar dinero y derivarlo para la recuperación
del chico de Villa Tesei accidentado en Tauranga. Entre lo que aportaba el Colegio Cardenal
Stepinac y las colectas hechas en Argentina y Nueva Zelanda, pudieron costear
la estadía en Oceanía. Pasados 30 días del accidente, en un vuelo de Aerolíneas
Argentinas equipado con una terapia intensiva, Luis regresó al país, a
internarse en el Sanatorio Mater Dei, de Palermo.
-Volví totalmente
consciente en el vuelo, pero estaba con el respirador y no podía mover nada de
nada.
Ya en Buenos Aires, enseguida aparecieron abogados para
fogonear un juicio, lo que los familiares de Luis rechazaron. En el Mater Dei
estuvo 4 meses, pero los sufrió más que en Nueva Zelanda, porque las visitas
apenas tenían 10 minutos diarios para acompañarlo. -En Nueva Zelanda venían de todos lados, venía
gente del club, me daban regalos, camisetas, un cuadrito que tengo colgado ahí,
me fueron a ver dos All Blacks, estaba acostumbrado a estar con gente y eso me
hacía bien. Acá era todo al revés. Eran 10 minutos y nada más, y yo quería ver
a mis familiares, a mis amigos.
Con su cuerpo inmóvil, en terapia intensiva, sumergido en la
dimensión especial que generan los olores de los hospitales, las luces, los
movimientos periódicos de enfermeros y médicos, la visión fija en un único
punto del techo o de la pared, hubo un primer signo, como un estallido: su dedo
gordo izquierdo comenzó a moverse. Los
signos, como una fogata de invierno, crecieron de a poco. Las manos se
descongelaban con extrema lentitud; los labios seguían ese mismo camino. Los
muslos y el brazo izquierdo pudieron recuperar su memoria. Hay que sacar a Luis de acá, hay que aprovechar esos
movimientos-dijeron los médicos. Cuba
despuntaba como una opción para continuar con el tratamiento. Pero Luis no
quería más traslados, por lo que lo derivaron al Hospital San Juan de Dios, en
Hurlingham, un centro fundado en 1941. En ese lugar, Benítez seguía con el
respirador artificial, aunque podía sacárselo algunas horas, otra señal de que
una vida más semejante a la corriente era posible. Para Navidad pudo volver a
dormir a su casita de Villa Tesei, con un respirador portátil. Durante el día
tenía que cumplir con las tareas de rehabilitación física en el hospital. Así
por cinco años.
-Cuando empecé a
recuperarme y a pensar en lo que había pasado, al principio no lo tomaba tan en
serio, pensaba que esto lo iba a superar de un día para el otro, que el día de
mañana iba a volver a jugar. De a poco fui tomando conciencia de la lesión y de
su gravedad. Empecé a darme cuenta de las complicaciones con el tema de ir al
baño, o al no poder cortar un pedazo de carne. Tanto tiempo sin hacer nada no
ayuda a la cabeza, ¿Qué iba a ser de mi vida? ¿Iba a poder tener una familia? Me ayudaba que
durante dos años, mis amigos venían todos los domingos, ya terminada la
secundaria.
De 8 a 17, durante cinco años, hacía terapia
física en el San Juan de Dios; luego, ya en su casa, a las 19 recibía a un
kinesiólogo particular, que pagaba el Colegio Stepinac. Para practicar la
caminata, usaba barras paralelas, en su casa. Después comenzó a usar un bastón.
Uno de esos veranos, se fue de vacaciones a Claromecó con un amigo, y entre
médanos, playas anchas y turistas, se propuso dejar el bastón, al menos para
tramos cortos. Y lo logró. La temporada
de placeres en Claromecó fue una bisagra. Volvió cansado de la kinesiología y
de las visitas al Hospital, y decidió seguir sumando actividades para
reintegrarse a la rutina. Estudió Periodismo Deportivo en TEA pero dejó, “por
vago”, dice, aunque aclara que tenía que irse desde Villa Tesei a Balvanera en
colectivo o tren, y todavía tenía temores de viajar solo en el transporte
público. Un amigo, Ignacio Rizzi, le
consiguió un trabajo en una asociación civil que trabajaba con chicos con
discapacidades mentales. En ese lugar conoció a su mujer, Roxana, y en 2003 se
pusieron a convivir junto a Tamara, la nena de ella.
El ventilador gira desde hace horas y bate el
aire caliente. Desde las paredes, miran la escena la camiseta número 4 que
usaba Luis, y un cuadro de un barco, pintado por un artista neocelandés. La
remera de Stepinac, la misma que estaba sobre su piel cuando una mala
coordinación del equipo del scrum le dejó dos vértebras desplazadas, indica el
recuerdo del accidente.
-Si yo me recuperaba 100 por ciento del
accidente, volvía a jugar. Fue un accidente, si cruzo la calle me puede agarrar
un auto. Y en rehabilitación conocí casos de personas accidentadas, por
ejemplo, tirándose de una pileta. Me encanta el rugby, si pudiera jugar lo
jugaría. Y el Colegio se portó re bien conmigo, tuvimos ayuda de mucha gente.
Tamy va al Stepinac.
Poco después del accidente de Luis, Stepinac
dejó de jugar rugby en los campeonatos oficiales. Los jugadores que querían
seguir en el deporte, crearon El Retiro Hockey y Rugby, que tiene un predio al
costado del Camino del Buen Ayre y al que Luis, cada tanto, va a alentar. Él trabaja en Tigre, en un negocio que vende
implementos náuticos. Va y viene en su auto. Y recibe de la Fundación Unión
Argentina de Rugby (FUAR), un subsidio anual. Su gestualidad, sus movimientos,
cambiaron a la fuerza. Tuvo que aprender a escribir con la mano izquierda, lo
mismo que afeitarse. Y para caminar trayectos largos, usa bastón.
–Suerte, milagro, constancia. Tuve un poco de todo eso. Y
que mi familia estuvo siempre al pie del cañón, como mis amigos.
Luis se incorpora de la silla, baja la escalera de su casa y
acompaña al visitante hasta la puerta.
(Fragmento de "Fuera de juego. Crónicas sociales en la frontera del rugby").
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