martes, 14 de agosto de 2012

Barro tal vez

 "Si no canto lo que siento/me voy a morir por dentro/ he de gritarle a los vientos hasta reventar/ aunque sólo quede tiempo en mi lugar”.  Eso dejó plasmado Luis Alberto Spinetta en la canción que lleva como título el mismo de esta entrada. Pasado el furor mediático después de la muerte del músico, en estos días invernales de lluvias y cielos blancos se recuerda esa canción.  Y más cuando uno camina por las calles del barrio de Belgrano, el mismo que el de Spinetta, aunque un poco lejos de su zona de influencia, que era la cercana a las Barrancas.

   La calle Virrey del Pino entre Forest y Superí, adoquinada, rodeada por casas de techos de tejas, jardines misteriosos, claraboyas que alumbran algún ático y hojas que se agitan como mariposas por el viento de agosto.  Los charcos de agua que nacen en las hondonadas de las veredas reflejan las ramas desnudas de los árboles y el blanco de las nubes.

  Cerca, en una mansión, está la Embajada de Corea del Sur. En otra, una “residencia para mayores”, silenciosa en la hora de la siesta, huérfana de visitas también.  Más adelante, un colegio católico, que tiene en su frente las banderas de Argentina y del Vaticano. Al lado, otro colegio, con los colores nacionales y con los de Armenia. Unos metros más,  pasando la casa que tiene una veleta de hierro junto a la chimenea,  la Embajada de Japón, siempre de blanco brillante sus paredes. Enfrente, la sede diplomática de Libia, otro país ahora de nuevo olvidado por los medios. Y entre todas esas residencias, un muro amarillo, una entrada con techo de tejas, hierros pintados de verde inglés, y una garita en donde una chica morocha de pelo lacio, siempre muy seria, informa que para ver Belgrano Athletic-Atlético del Rosario, hay que pagar 35 pesos.

   Durante muchos años, si la persona que quería ver el partido no quería pagar, ingresaba por un portón de tablas verdes, sobre la calle Superí, y veía el encuentro pegado al alambrado,  frente a la tribuna local techada.  Ya hace mucho que esa puerta la cerraron y hoy todo el mundo paga. Seguirán los cambios, seguramente, porque ni bien uno abona los 35 pesos de la entrada, un cartel de una empresa especializada en identificación informa sobre las bondades de sus productos para controlar el ingreso de personas.  La cartelera del club informa los montos de las cuotas (la más cara es de 520 pesos),  novedades legales y demás.

  Hacia la derecha suelen escucharse los piques de las pelotas de tenis sobre el polvo de ladrillo, y algún “bien”, o un “vamos” de algún jugador cuando acierta un revés o un drive. Hoy no es el caso, y el naranja de las canchas parece más oscuro por el agua, y las pelotas y los tenistas están bien guardados.  Las redes y los flejes son los únicos que permanecen, estoicos, bajo la lluvia.

   Unos metros más, y está una de las entradas al bar del club y a los baños, de puertas de madera impecables. En el hall de entrada, camisetas de Argentina de los jugadores de Belgrano que pasaron por Los Pumas cuelgan desde las paredes, junto con la cartelera de hockey, noticias sobre tenis, bowls, squash y recomendaciones para no insultar a los referees de rugby. También se destaca una guía sobre qué hacer ante una persona que ha tomado alcohol en exceso, tanto si está inconsciente como si no lo está.

  El partido está por comenzar. Es un duelo de fundadores, y el mundo del rugby hace pesar las tradiciones. De hecho, todos los clubes que crearon la primera Unión Argentina de Rugby existen y en buena forma, salvo el Flores Athletic Club, condenado al olvido. Curiosamente, casi todas las instituciones que iniciaron los torneos de fútbol en Argentina ya no se dedican a ese deporte o desaparecieron.

  Así que hoy, se enfrentan dos clubes más que centenarios: Atlético del Rosario nació en 1867 y Belgrano en 1896.  Los dos fueron creados por empleados de las empresas dueñas por entonces de los ferrocarriles, en manos de capitales británicos.  Los rosarinos nacieron como club de cricket, y también se destacaron en fútbol. Belgrano Athletic también brilló durante muchos años como un club de fútbol hasta bien entrado el siglo XX.

  El rugby debe ser el único deporte sobre césped que se juega aun con  el campo de juego embarrado y lleno de charcos. Así, una tarde como esta, en minutos los 30 jugadores parecen monstruos de la laguna, tapizados de barro, agua y césped.  Desde Rosario apenas llegaron unas 20 personas.  De Belgrano habrá unas 300, repartidas entre la tribuna verde de madera y zonas vecinas.

  Un empleado del club local está atento para ir a buscar la pelota cada vez que sale del campo de juego. Lleva un piloto de plástico amarillo, gorra y fuma, mientras mira el juego y cuando la ovalada vuela por el aire, sale de la cancha, y cae de lleno en algún charco, él va, en puntas de pie, con sus botas negras, a buscarla para que los rugbiers sigan con su juego.  

  El partido es una trenza e cuerpos embarrados, en la que predominan los de Belgrano. Uno, dos, tres tries, la cuenta sigue, a favor de los de Virrey del Pino. El público de los partidos de rugby suele conocer de primera mano lo que pasa en los clubes; no es frecuente-aunque hay casos-que alguien que vaya a ver un encuentro de rugby no sea socio de alguno de los dos clubes, o familiar de los jugadores. Es raro encontrar “hinchas” de un club que no sean o hayan sido socios, o que al menos no hayan jugado en su equipo. Eso le da un tono familiar, por momentos íntimo, al público.

  Así, en las tribunas de madera casi vacías de esta tarde de lluvia, un grupito de hombres, paraguas en mano, comentan, entre bromas sobre fútbol, que es el último partido de uno de los alas de Belgrano, Mateo Olivari, porque se va a estudiar.  Otro comenta que “parece” que a Hernán Olivari, primo de Mateo, le llegó la hora de dejar el deporte, pero por lesiones.  El partido se escurre como el agua entre las huellas de los zapatos que quedan grabados sobre la tierra, al costado de la cancha. El referee Ariel Guillén indica con el silbato que el partido termina. Belgrano 46-Atlético del Rosario 0.

  Hay que desandar el camino, adivinar dónde pisar para no hundirse en el barro, pasar por la puerta del bar desde donde salen aromas a café y tortas, pasar por el camino que bordea las canchas de tenis y que a su lado tiene un muro tapizado de enredaderas, salir a Virrey del Pino, caminar hacia la esquina de Forest, pasar por la “residencia para mayores” que sigue sin visitas, hacer dos cuadras por esa avenida y terminar en el cruce con Sucre, para ver dónde estaba la sala de ensayos de Soda Stéreo, ahora vuelta mansión, y cerrar el relato iniciado con Spinetta conectándolo con Gustavo Cerati.  Signos.