lunes, 8 de abril de 2013

Belgrano "R" (de "referees" y de "respeto")


   Depeche Mode es lo que suena por los parlantes.  “All I wanted, all I needed is here, in my arms…words are very unnecessary, they can do only harm”, rebota la voz de David Gaham por las paredes revestidas de madera, los carteles verdes que dicen “Beer is the answer but I don’t remember the question”, las botellas de cointreau, vodka, ron, cognac, tequila, que descansan sobre la barra,  una parejita que toma café mientras cada uno tiene la vista clavada en su notebook,  la chica que se queja a la camarera porque el jugo “no es exprimido”, tres hombres de camisa blancas y jeans que dicen “competitividad”, “facturación”, “ganancias”.  Al costado, la vía del tren.  Un par de cuadras más lejos, el cruce de la calle Sucre, donde se ambienta una parte de la novela Últimos días de la víctima, de José Pablo Feinmann y también El túnel, de Ernesto Sabato.  Unas cuadras más, Belgrano Athletic.

  Caminar unos pasos y ver la Plaza Castelli, que enrejaron.  Recordar que cuando se volvía de mañana de los boliches, la plaza servía para dormir un par de horas en los toboganes o en los bancos, y llegar más fresco a la casa.  Del otro lado de la calle, el local de Maru Botana repleto de gente, en su mayoría mujeres, catando brownies, cheesecakes o scones. A  los pocos metros, la librería Caleidoscopio, con libros muy interesantes en la vidriera. A la vuelta, la pizzería Croxy y el restorán Jolie, cuya fundadora con el tiempo se volvió pareja del obispo católico Fernando Bargalló. En el medio de los dos locales, quedaba la Asociación Cultural Irlandesa, desaparecida a principios de los ’90.

   Ya de regreso en la calle Echeverría, el gimnasio del Colegio Saint Brendan’s, históricamente relacionado con Irlanda.  De hecho, San Brendano fue un santo irlandés, del siglo VI después de Cristo, y los colores del colegio, y los de su equipo de rugby, son verde, blanco y naranja, como la bandera de República de Irlanda.  A pocas cuadras, sobre la misma calle Echeverría, está el santuario de Schöenstatt, y un poco más lejos, la iglesia San Patricio, cuyo nombre recuerda al santo patrono irlandés, y en la que en 1976 fueron asesinados cinco religiosos, crimen aún sin esclarecer.  Todo se une. En los ’80, el gimnasio del Saint Brendan’s era cedido por el colegio para que los chicos que formaban parte de las actividades de San Patricio pudieran jugar al fútbol.

   Y ahora, en esa misma canchita techada, hay un montón de conos de todos los colores en el suelo, organizados en filas.  Y muy cerca de ahí, 2, 3, 10, 50 personas, de distintas edades, todos con ropa deportiva, se suben a una balanza, se dejan tomar la presión, miran papeles, charlan entre sí y, finalmente, corren de una punta a otra de la cancha, cada vez con más velocidad. Son los referees de la Unión de Rugby de Buenos Aires (URBA), haciendo el sufrido test Navette, que mide la resistencia aeróbica.

   Como es previsible, los más rendidores en la corrida son los más jóvenes y con menor sobrepeso. Los coordinadores de la prueba se toman el trabajo en serio: anotan los números de cada referee, toman el pulso a cada uno después de la prueba, organizan las listas…ya son más de 80 los árbitros congregados en el gimnasio. Los que están por dar el test precalientan en un patio lateral; los que recién terminaron, buscan respiro, agua, sentarse. Desde un gimnasio vecino, seguramente jugadores del Saint Brendan’s miran con curiosidad a los referees.

   El de referee es una actividad con mucho de solitario; por más que lo asistan los jueces de touch, suele llegar solo para dirigir su partido y se va de la misma manera. No tiene hinchada propia ni un equipo grande en qué apoyarse y, por más cortesía que haya, siempre alguno lo mira torcido, o directamente lo critica, le grita, lo insulta.

   También debe de tener sus placeres, sus satisfacciones. Formar parte de un juego, ayudar a que el partido sea limpio y que haya la menor cantidad de lastimados posible, sancionar al tramposo o al violento…y de última, el referee tiene la última palabra en la cancha: su decisión hay que acatarla, guste o no.

   Los referees corren, de punta a punta; los que están afuera charlan entusiasmados sobre los partidos que le tocan dirigir esta semana; otros cuentan anécdotas o hacen preguntas técnicas.  Hay pibes de 18 años y otros que pasaron los 50; con un estado atlético buenísimo y otros que no; que jugaron años al rugby y otros que apenas lo hicieron en un puñado de partidos o nunca practicaron el deporte; uno se vino desde Ituzaingó, el otro desde Pacheco, aquel desde Bella Vista, ella (porque también hay mujeres referees), desde Moreno, aquella otra chica desde Villa Celina…

   Con más frecuencia que antes, mucha más, se escuchan en las canchas insultos a los referees. Puede suceder en partidos de cualquier categoría.  Suelen ser socios enardecidos porque le echan la culpa al árbitro por tal o cual fallo, responsabilizándolo de una derrota; pero también pueden ser jugadores suplentes, dirigentes, quizá algún entrenador, hasta un médico.  O hinchas de un club de Grupo I que además escupen  a un árbitro asistente.   O un entrenador, que le asegura  a un referee en el tercer tiempo: “Voy a hablar con mis contactos para que no dirijas nunca más”. También están los padres de jugadores juveniles que se enfurecen por cualquier cosa y calientan el partido desde afuera.  “La culpa de todo es tuya”, “sos un desastre”, se escuchó después de un partido de juveniles, de boca de dos padres, hacia un referee.  Pareciera que en ocasiones, el árbitro funcionara como una especie de pararrayos que concentrara las furias de los alrededores.  Quizá por eso escaseen las personas dispuestas a dedicarse al referato. Ya en en 1929, The River Plate Rugby Union, antecesora de la UAR, se mostraba preocupada por “los inconvenientes derivados de la falta de un número de referees, proporcionado al de los partidos a jugarse”.

  Qué extraño y necesario es el rol del árbitro. Más en un deporte como el rugby, que sin reglas claras terminaría en una carnicería.  Y es un rol extraño porque en un deporte de equipo, suelen tener que estar solos.  Y a su vez cada decisión que toman, hasta modifica la forma en que se juega el partido. Si uno  mirara el encuentro desde el cielo, vería cómo los jugadores forman distintas figuras, según el fallo que señala cada referee.  No todas son pálidas; a veces también se ven a jugadores, coaches o dirigentes felicitar a las autoridades del partido.

   Cada uno que termina el test resopla, busca descanso, agua, se sienta en algún rincón del gimnasio del Saint Brendan’s, elonga.  Uno, apoyado sobre las paredes verdes del lugar,  le pregunta a otro qué le toca dirigir el fin de semana.  Otro mueve la cabeza de un lado a otro y se toma uno de los muslos, preocupado por una posible lesión.  De a poco, los referees comienzan a retirarse, ya con la noche bien entrada, en pleno Belgrano “R”.  Es hora de desandar el camino, Echeverría hacia la zona de Cabildo, cruzar la vía, de vuelta en el Down Town Matias, sentarse en la mesa de manteles rojos, pedir un Irish Flag (trago con licor de Menta y Bailey’s),  y escuchar a Depeche Mode ahora cantando “your own, personal, Jesus, someone to hear your prayers, someone who cares…”