“Había una vez”…,
.como siempre comenzaban los cuentos para chicos, al menos los clásicos. Y sí,
“había una vez”, un pibito de 8, 9 años, que todavía no jugaba el rugby, pero
al que su papá lo llevaba a ver partidos de ese deporte, del que no entendía casi
ninguna regla, salvo que la pelota no se podía pasar adelante con la mano y que
no se podía caer hacia el ingoal contrario. Y que un “try”, era algo muy
importante, casi como un gol en el fútbol, pero no tanto porque sucedía más
seguido. El chico no siempre se divertía
con el partido de rugby. A veces, cuando empezaba el segundo tiempo, se quedaba
a 20 o 30 metros del padre, caminando, observando, viendo un mundo nuevo. Olía el aroma mentolado del líquido que se
frotaban los jugadores, que quedaba presente en el aire un buen rato; el barro
por todas partes, el olor del pasto fresco,
pisado por los botines de los rugbiers, las zapatillas de chicos como él
y los zapatos de los grandes; las nubes de vapor que salían de las bocas de los
espectadores, mientras metían las manos cada vez más adentro de los bolsillos
de las camperas. Camperas inflables, que estaban de moda, o de jean, que algún
distraído había llevado, porque también se usaban, aunque el frío perforaba esa
tela con facilidad.
Después de un rato
volvía a colocarse al lado del alambrado, en el hueco que lograba hacerle su
papá, entre tantos señores que parecían tan altos. Una vez lograda esa
posición, trataba de descifrar qué pasaba en el campo que juego, que en más de
una ocasión parecía una pileta de barro, agua e islotes de césped. Seguía sin
entender muchas cosas. Los grandes hablaban de “montoneras”, un término que fue
quedando en el olvido; al referee no le hablaba absolutamente nadie, salvo el
capitán; los jueces de touch podían ser empleados del club local, allegados del
visitante, algún padre, que agitaba como banderín un pulóver, un trapo, lo que
fuera.
Algún chico como
él, con la camiseta del local, comía un chocolate Aero; otro amigo, cerca,
masticaba un chicle Bubaloo; algún otro, más cerca del banco de suplentes de
los visitantes, tomaba una TAB. También veía a los adultos con café en vasitos
de plástico, tomándolo apurados, ansiosos por calentar el cuerpo. Pero el café
no le llamaba la atención, no era una bebida que entrara en el universo de los
chicos.
El partido avanzaba
hasta el final, sin que él siguiese entendiendo que ese deporte, apasionante,
parecía por momentos una combinación de lucha con fútbol americano. Pero había
algo épico en ese juego: en algunas
situaciones, cuando un equipo estaba a punto de convertir un try con sus
forwards, todo parecía una batalla medieval, cuerpo a cuerpo, con actos de
heroísmo colectivo, que terminaban con la toma del castillo, que en el campo se
traducía al apoyar la pelota ovalada, generalmente Mitre, en el ingoal. Y ahí
la gente saltaba, se abrazaba, se derramaba el café de los vasitos de plástico,
el chocolate Aero saltaba por el aire.
Terminaba el
partido, los jugadores se saludaban, tapizados de barro y sudor. Y los
espectadores, después de algunas palabras con sus amigos, corrían despavoridos
a abrigarse en sus autos, sus casas o en el bar del club, con gin tonic,
cerveza o lo que fuere. Y el chico del
comienzo de la historia volvía a su casa con su papá, y se quedaba repasando
las imágenes, aromas, sonidos y sabores que había detectado esa tarde, y tantas
otras, durante los sábados. Y cuando el día se iba tornando de color azul,
anticipando la noche, ya en el living de su casa, en una mesa, con los crayones
Jovi de colores que le había regalado su mamá, y una hoja Camson N° 5, de las
que usaba para Actividades Plásticas, en la escuela primaria, comenzó a
recordar todas las camisetas que había visto en esos últimos meses. Y las que
sabía por referencias de su papá, de algún amiguito, o porque había leído el
dato en alguna Test Match. Y así, de las yemas de sus dedos y de las puntas de
los crayones fue dibujando y pintando cómo eran las camisetas que él conocía (o
creía conocer) de clubes de rugby de
Buenos Aires. Sabía que había muchos,
pero él había memorizado las camisetas de un puñado. No se desanimó y coloreó
la tarde con esos crayones, sobre la hoja blanca, que fue volviéndose también
verde, amarilla, celeste, roja, negra, naranja, celeste. Incluyó un club que ya se había desafiliado,
el Old Georgian’s (ahora reaparecido), y
ese fue fácil de ilustrar. Dejó el espacio en blanco, entre los dibujos de las
remeras de CASI y de Olivos (en la imagen que está al comienzo del texto, las
tres últimas ilustraciones de la tercera fila). A San Andrés lo hizo verde con
una franja diagonal blanca, porque creyó que el club de rugby de ese nombre era
el mismo que jugaba la Liga Nacional de Básquet, que en realidad se llamaba
Deportivo San Andrés y no tenía nada que ver con el de los escoceses.
Quién sabe por qué
error, a San Luis li pintó todo de azul, sin rojo. Y la camiseta correcta del
club platense se la atribuyó a Deportiva Francesa. También aparecía la de Banco Hipotecario,
porque el novio de su prima, Gustavo (hoy exitosísimo preparador físico),
jugaba ahí y le había contado cómo eran los colores. Y la de Lasalle, porque se
la había visto puesta a un nene vecino del barrio y le había preguntado de qué
club era. Obviamente, figuraban también las remeras del SIC, Alumni, Belgrano,
CUBA, Pucará, Los Matreros, La Plata y varios más.
Ese sábado siguió su
recorrido; un par de horas después cenaron pizza, hecha por su mamá, como era
costumbre, y disfrutaron de la comida él, sus padres y su hermana mayor.
Terminada la cena, guardó la hoja Camson N°5 con su mundo de camisetas, colores
y nombres, entre sus papeles y juegos. Y pese a que era desordenado, la hoja
sobrevivió años, mudanzas, pérdidas, accidentes, muertes. Y hoy la rescata para
compartirla en el indefinido espacio virtual.
Especialmente, el
mensaje de ese chico, es con cariño para todos los pibes que juegan al rugby en
cualquier rincón del planeta, como Lautaro, Joaquín y Tomás, algunos de los
cracks de Rugby Inclusivo; pero también para los que, ya adultos, lo jugaron de
pequeños; y además para los que nunca jugaron, pero lo disfrutaron desde el
otro lado del alambrado o en la televisión. Y, por qué no, para el chico que
cada uno lleva adentro, pese a las hipocresías sociales. Porque, como dijo el
poeta alemán Rainer María Rilke: “La verdadera patria de las personas es la infancia”.
Así que este domingo…¡Feliz Día del Niño!
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tomémonos unos instantes para pensar qué se va a escribir. Mensajes agresivos, publicidades, chismes, van directamente a la papelera de reciclaje. Gracias.