Depeche Mode es lo
que suena por los parlantes. “All I
wanted, all I needed is here, in my arms…words are very unnecessary, they can
do only harm”, rebota la voz de David Gaham por las paredes revestidas de
madera, los carteles verdes que dicen “Beer is the answer but I don’t remember
the question”, las botellas de cointreau, vodka, ron, cognac, tequila, que
descansan sobre la barra, una parejita
que toma café mientras cada uno tiene la vista clavada en su notebook, la chica que se queja a la camarera porque el
jugo “no es exprimido”, tres hombres de camisa blancas y jeans que dicen
“competitividad”, “facturación”, “ganancias”.
Al costado, la vía del tren. Un
par de cuadras más lejos, el cruce de la calle Sucre, donde se ambienta una
parte de la novela Últimos días de la
víctima, de José Pablo Feinmann y también El túnel, de Ernesto Sabato. Unas cuadras más, Belgrano Athletic.
Caminar unos pasos y
ver la Plaza Castelli, que enrejaron.
Recordar que cuando se volvía de mañana de los boliches, la plaza servía
para dormir un par de horas en los toboganes o en los bancos, y llegar más
fresco a la casa. Del otro lado de la
calle, el local de Maru Botana repleto de gente, en su mayoría mujeres, catando
brownies, cheesecakes o scones. A los
pocos metros, la librería Caleidoscopio, con libros muy interesantes en la
vidriera. A la vuelta, la pizzería Croxy y el restorán Jolie, cuya fundadora
con el tiempo se volvió pareja del obispo católico Fernando Bargalló. En el
medio de los dos locales, quedaba la Asociación Cultural Irlandesa,
desaparecida a principios de los ’90.
Ya de regreso en la
calle Echeverría, el gimnasio del Colegio Saint Brendan’s, históricamente
relacionado con Irlanda. De hecho, San
Brendano fue un santo irlandés, del siglo VI después de Cristo, y los colores
del colegio, y los de su equipo de rugby, son verde, blanco y naranja, como la
bandera de República de Irlanda. A pocas
cuadras, sobre la misma calle Echeverría, está el santuario de Schöenstatt, y
un poco más lejos, la iglesia San Patricio, cuyo nombre recuerda al santo
patrono irlandés, y en la que en 1976 fueron asesinados cinco religiosos,
crimen aún sin esclarecer. Todo se une.
En los ’80, el gimnasio del Saint Brendan’s era cedido por el colegio para que
los chicos que formaban parte de las actividades de San Patricio pudieran jugar
al fútbol.
Y ahora, en esa
misma canchita techada, hay un montón de conos de todos los colores en el
suelo, organizados en filas. Y muy cerca
de ahí, 2, 3, 10, 50 personas, de distintas edades, todos con ropa deportiva,
se suben a una balanza, se dejan tomar la presión, miran papeles, charlan entre
sí y, finalmente, corren de una punta a otra de la cancha, cada vez con más
velocidad. Son los referees de la Unión de Rugby de Buenos Aires (URBA),
haciendo el sufrido test Navette, que mide la resistencia aeróbica.
Como es previsible,
los más rendidores en la corrida son los más jóvenes y con menor sobrepeso. Los
coordinadores de la prueba se toman el trabajo en serio: anotan los números de
cada referee, toman el pulso a cada uno después de la prueba, organizan las
listas…ya son más de 80 los árbitros congregados en el gimnasio. Los que están
por dar el test precalientan en un patio lateral; los que recién terminaron,
buscan respiro, agua, sentarse. Desde un gimnasio vecino, seguramente jugadores
del Saint Brendan’s miran con curiosidad a los referees.
El de referee es una
actividad con mucho de solitario; por más que lo asistan los jueces de touch,
suele llegar solo para dirigir su partido y se va de la misma manera. No tiene
hinchada propia ni un equipo grande en qué apoyarse y, por más cortesía que
haya, siempre alguno lo mira torcido, o directamente lo critica, le grita, lo
insulta.
También debe de tener sus placeres, sus
satisfacciones. Formar parte de un juego, ayudar a que el partido sea limpio y
que haya la menor cantidad de lastimados posible, sancionar al tramposo o al
violento…y de última, el referee tiene la última palabra en la cancha: su
decisión hay que acatarla, guste o no.
Los referees corren,
de punta a punta; los que están afuera charlan entusiasmados sobre los partidos
que le tocan dirigir esta semana; otros cuentan anécdotas o hacen preguntas
técnicas. Hay pibes de 18 años y otros
que pasaron los 50; con un estado atlético buenísimo y otros que no; que
jugaron años al rugby y otros que apenas lo hicieron en un puñado de partidos o
nunca practicaron el deporte; uno se vino desde Ituzaingó, el otro desde
Pacheco, aquel desde Bella Vista, ella (porque también hay mujeres referees),
desde Moreno, aquella otra chica desde Villa Celina…
Con más frecuencia
que antes, mucha más, se escuchan en las canchas insultos a los referees. Puede
suceder en partidos de cualquier categoría.
Suelen ser socios enardecidos porque le echan la culpa al árbitro por tal
o cual fallo, responsabilizándolo de una derrota; pero también pueden ser
jugadores suplentes, dirigentes, quizá algún entrenador, hasta un médico. O hinchas de un club de Grupo I que además escupen
a un árbitro asistente. O un
entrenador, que le asegura a un referee en
el tercer tiempo: “Voy a hablar con mis contactos para que no dirijas nunca
más”. También están los padres de jugadores juveniles que se enfurecen por
cualquier cosa y calientan el partido desde afuera. “La culpa de todo es tuya”, “sos un
desastre”, se escuchó después de un partido de juveniles, de boca de dos
padres, hacia un referee. Pareciera que
en ocasiones, el árbitro funcionara como una especie de pararrayos que
concentrara las furias de los alrededores.
Quizá por eso escaseen las personas dispuestas a dedicarse al referato.
Ya en en 1929, The River Plate Rugby Union, antecesora de la UAR, se mostraba
preocupada por “los inconvenientes derivados de la falta de un número de
referees, proporcionado al de los partidos a jugarse”.
Qué extraño y necesario es el rol del
árbitro. Más en un deporte como el rugby, que sin reglas claras terminaría en
una carnicería. Y es un rol extraño
porque en un deporte de equipo, suelen tener que estar solos. Y a su vez cada decisión que toman, hasta
modifica la forma en que se juega el partido. Si uno mirara el encuentro desde el cielo, vería
cómo los jugadores forman distintas figuras, según el fallo que señala cada
referee. No todas son pálidas; a veces
también se ven a jugadores, coaches o dirigentes felicitar a las autoridades
del partido.
Cada uno que
termina el test resopla, busca descanso, agua, se sienta en algún rincón del
gimnasio del Saint Brendan’s, elonga. Uno, apoyado sobre las paredes verdes del
lugar, le pregunta a otro qué le toca dirigir
el fin de semana. Otro mueve la cabeza
de un lado a otro y se toma uno de los muslos, preocupado por una posible
lesión. De a poco, los referees
comienzan a retirarse, ya con la noche bien entrada, en pleno Belgrano “R”. Es hora de desandar el camino, Echeverría
hacia la zona de Cabildo, cruzar la vía, de vuelta en el Down Town Matias, sentarse en
la mesa de manteles rojos, pedir un Irish Flag (trago con licor de Menta y
Bailey’s), y escuchar a Depeche Mode
ahora cantando “your own, personal, Jesus, someone to hear your prayers,
someone who cares…”
Muy buena transmisión/construcción de la atmósfera. Y aunque suena garca, vos sabés que no lo es..."Belgrano es un país", una vieja propaganda del barrio ;-)...me gusta mi país. Marina.
ResponderEliminarMuy buena descripción de una realidad, sobre todo en el hecho de que la mayoría se desarrolló en un juego al que se acercó por los amigos y siempre entrenó y jugó en equipo en donde las equivocaciones siempre tenían una palabra de aliento por parte de los compañeros -amigos- y ahora nos desarrollamos alejados de nuestro club y solos pero entendiendo que somos una pata necesaria para nuestro deporte, y, por supuesto disfrutando lo que hacemos y poniendo lo mejor que tenemos en nuestro desempeño. Saludos
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