jueves, 7 de agosto de 2014

Crayones



  “Había una vez”…, .como siempre comenzaban los cuentos para chicos, al menos los clásicos. Y sí, “había una vez”, un pibito de 8, 9 años, que todavía no jugaba el rugby, pero al que su papá lo llevaba a ver partidos de ese deporte, del que no entendía casi ninguna regla, salvo que la pelota no se podía pasar adelante con la mano y que no se podía caer hacia el ingoal contrario. Y que un “try”, era algo muy importante, casi como un gol en el fútbol, pero no tanto porque sucedía más seguido.  El chico no siempre se divertía con el partido de rugby. A veces, cuando empezaba el segundo tiempo, se quedaba a 20 o 30 metros del padre, caminando, observando, viendo un mundo nuevo.  Olía el aroma mentolado del líquido que se frotaban los jugadores, que quedaba presente en el aire un buen rato; el barro por todas partes, el olor del pasto fresco,  pisado por los botines de los rugbiers, las zapatillas de chicos como él y los zapatos de los grandes; las nubes de vapor que salían de las bocas de los espectadores, mientras metían las manos cada vez más adentro de los bolsillos de las camperas. Camperas inflables, que estaban de moda, o de jean, que algún distraído había llevado, porque también se usaban, aunque el frío perforaba esa tela con facilidad. 

 Después de un rato volvía a colocarse al lado del alambrado, en el hueco que lograba hacerle su papá, entre tantos señores que parecían tan altos. Una vez lograda esa posición, trataba de descifrar qué pasaba en el campo que juego, que en más de una ocasión parecía una pileta de barro, agua e islotes de césped. Seguía sin entender muchas cosas. Los grandes hablaban de “montoneras”, un término que fue quedando en el olvido; al referee no le hablaba absolutamente nadie, salvo el capitán; los jueces de touch podían ser empleados del club local, allegados del visitante, algún padre, que agitaba como banderín un pulóver, un trapo, lo que fuera. 

    Algún chico como él, con la camiseta del local, comía un chocolate Aero; otro amigo, cerca, masticaba un chicle Bubaloo; algún otro, más cerca del banco de suplentes de los visitantes, tomaba una TAB. También veía a los adultos con café en vasitos de plástico, tomándolo apurados, ansiosos por calentar el cuerpo. Pero el café no le llamaba la atención, no era una bebida que entrara en el universo de los chicos.

  El partido avanzaba hasta el final, sin que él siguiese entendiendo que ese deporte, apasionante, parecía por momentos una combinación de lucha con fútbol americano. Pero había algo épico en ese juego:  en algunas situaciones, cuando un equipo estaba a punto de convertir un try con sus forwards, todo parecía una batalla medieval, cuerpo a cuerpo, con actos de heroísmo colectivo, que terminaban con la toma del castillo, que en el campo se traducía al apoyar la pelota ovalada, generalmente Mitre, en el ingoal. Y ahí la gente saltaba, se abrazaba, se derramaba el café de los vasitos de plástico, el chocolate Aero saltaba por el aire.

  Terminaba el partido, los jugadores se saludaban, tapizados de barro y sudor. Y los espectadores, después de algunas palabras con sus amigos, corrían despavoridos a abrigarse en sus autos, sus casas o en el bar del club, con gin tonic, cerveza o lo que fuere.  Y el chico del comienzo de la historia volvía a su casa con su papá, y se quedaba repasando las imágenes, aromas, sonidos y sabores que había detectado esa tarde, y tantas otras, durante los sábados. Y cuando el día se iba tornando de color azul, anticipando la noche, ya en el living de su casa, en una mesa, con los crayones Jovi de colores que le había regalado su mamá, y una hoja Camson N° 5, de las que usaba para Actividades Plásticas, en la escuela primaria, comenzó a recordar todas las camisetas que había visto en esos últimos meses. Y las que sabía por referencias de su papá, de algún amiguito, o porque había leído el dato en alguna Test Match. Y así, de las yemas de sus dedos y de las puntas de los crayones fue dibujando y pintando cómo eran las camisetas que él conocía (o creía conocer) de  clubes de rugby de Buenos Aires.  Sabía que había muchos, pero él había memorizado las camisetas de un puñado. No se desanimó y coloreó la tarde con esos crayones, sobre la hoja blanca, que fue volviéndose también verde, amarilla, celeste, roja, negra, naranja, celeste.  Incluyó un club que ya se había desafiliado, el Old Georgian’s  (ahora reaparecido), y ese fue fácil de ilustrar. Dejó el espacio en blanco, entre los dibujos de las remeras de CASI y de Olivos (en la imagen que está al comienzo del texto, las tres últimas ilustraciones de la tercera fila). A San Andrés lo hizo verde con una franja diagonal blanca, porque creyó que el club de rugby de ese nombre era el mismo que jugaba la Liga Nacional de Básquet, que en realidad se llamaba Deportivo San Andrés y no tenía nada que ver con el de los escoceses. 

   Quién sabe por qué error, a San Luis li pintó todo de azul, sin rojo. Y la camiseta correcta del club platense se la atribuyó a Deportiva Francesa.  También aparecía la de Banco Hipotecario, porque el novio de su prima, Gustavo (hoy exitosísimo preparador físico), jugaba ahí y le había contado cómo eran los colores. Y la de Lasalle, porque se la había visto puesta a un nene vecino del barrio y le había preguntado de qué club era. Obviamente, figuraban también las remeras del SIC, Alumni, Belgrano, CUBA, Pucará, Los Matreros, La Plata y varios más.

  Ese sábado siguió su recorrido; un par de horas después cenaron pizza, hecha por su mamá, como era costumbre, y disfrutaron de la comida él, sus padres y su hermana mayor. Terminada la cena, guardó la hoja Camson N°5 con su mundo de camisetas, colores y nombres, entre sus papeles y juegos. Y pese a que era desordenado, la hoja sobrevivió años, mudanzas, pérdidas, accidentes, muertes. Y hoy la rescata para compartirla en el indefinido espacio virtual.
    
  Especialmente, el mensaje de ese chico, es con cariño para todos los pibes que juegan al rugby en cualquier rincón del planeta, como Lautaro, Joaquín y Tomás, algunos de los cracks de Rugby Inclusivo; pero también para los que, ya adultos, lo jugaron de pequeños; y además para los que nunca jugaron, pero lo disfrutaron desde el otro lado del alambrado o en la televisión. Y, por qué no, para el chico que cada uno lleva adentro, pese a las hipocresías sociales. Porque, como dijo el poeta alemán Rainer María Rilke: “La verdadera patria de las personas es la infancia”. Así que este domingo…¡Feliz Día del Niño!