sábado, 2 de marzo de 2013

Gabinete de curiosidades


“…mezclados con el mundo cotidiano, se mueven extraños mundos ignorados por el común de la gente. Lazos ocultos de deseos y hábitos afines, rastros secretos de necesidades coincidentes, que la mirada común no advierte, conectan de pronto a seres solitarios, aparentemente distantes entre sí, entremezclando fugazmente sus vidas”. Eso dice Juan José Sebreli en Buenos Aires. Vida cotidiana y alienación.  Y en el Tren de la Costa, un jueves por la tarde, se cruzan una bandada de chicos del Colegio San Andrés, de Olivos, con algunas parejas de jubilados o pares de amigas que pasan la tarde quizá de visita por alguna de las ferias de anticuarios de la zona o con alguna caminata cerca del río. En la Estación San Isidro se baja casi todo el pasaje. Los chicos del San Andrés se desparraman por la zona y las parejas de jubilados, con ritmo pausado, deciden cómo seguir el paseo, algunas hablándose mediante quejas mutuas, otras con cariño y dándose la mano.

 Una vez que parte el tren, lo que resuena es el silencio. Muy poca gente camina por la estación a esta hora de la tarde. Unas chicas imitan coreografías y se sacan fotos, un empleado de seguridad, aburrido, las mira, un par de cafeterías están abiertas y casi vacías. La fuente del centro de la estación domina la escena, con sus chorros de agua y el murmullo de sus caídas. De un lado, las vías y más allá del Río de la Plata; del otro, la plaza de San Isidro vecina a la catedral, que desciende hacia la estación.

  Después de recorrer algunas escalinatas y desniveles, hay un local con puerta de vidrio y ropa deportiva en la vidriera.  Un hombre escribe concentrado en la computadora. Las chicas, en el piso superior, siguen con sus coreografías. El empleado de seguridad ya se retiró. Un cajero de un maxikiosco cercano cuenta el cambio en billetes y monedas.

  Ni de Nike ni de Adidas ni de Puma ni de Topper. La ropa de la vidriera no está a la venta. Está para contemplar, imaginar, recordar; es el primer contacto visual que se ve desde el exterior, del Museo del Rugby, en el corazón de San Isidro. Se abre la puerta de vidrio, y, muy amablemente, el señor de la computadora nos tiende la mano, se presenta como Jorge Luccioni y nos introduce en un tiempo que parece distinto al corriente, un tiempo suspendido, una galería de objetos que marcan la presencia de otras personas, clubes, historias.

“Por iniciativa del museólogo Nicolás Montiel, de La Plata Rugby, y otros ex jugadores, surgió la idea de hacer este museo. Por eso se formó la Asociación Civil Amigos del Museo del Rugby de Argentina, para hacerlo viable. El 2003 se inauguró oficialmente, en otra sede, también en San Isidro”, explica Luccioni, desde detrás de un escritorio, con libros sobre rugby a sus espaldas y una foto de un plantel de Los Duques (equipo ya desafiliado) a su derecha, colgada en la pared.

    El Museo tiene secciones: interior, referees, rugby femenino, clubes desafiliados, Pumas, clubes de la URBA. “El Museo tiene más de 6600 piezas, dentro de su catálogo. Claro que por cuestiones de espacio, no podemos mostrar todo y vamos rotando el material de exhibición”, cuenta Luccioni.

  Todo museo tiene el encanto del surtido, de una antología de cuentos, de un “grandes éxitos”, combinado con la sensación de hacer un viaje en el tiempo; o, mejor dicho, un viaje a diferentes tiempos, según el espacio que se recorra.  Así, una pelota de rugby de metal, apoyada sobre una base, nos lleva a la década del ’20, en la localidad santafecina de Cañada de Gómez. “Es una copa que se puso en disputa entre dos equipos ferroviarios de la zona”, acota Jorge. A pocos metros, dentro de un exhibidor de vidrio, una remera blanca, muy vieja, con un escudo ovalado a la altura del corazón, que contiene el gorro frigio, el sol, los colores de la bandera. Si uno mira de cerca a la camiseta, cuya imagen ilustra esta nota, ve apenas insinuadas unas rayas, que fueron celestes. Se trata de la casaca de la selección argentina que se usó en 1932 ante los Junior Springboks. El yaguareté como símbolo todavía no había nacido.

  Dando una vuelta corta, en una vidriera se exhiben objetos de los clubes desafiliados: una camiseta azul y blanca, de Central Buenos Aires-donde jugó el propio Luccioli-otra negra con mangas rojas del Roma Rugby Club, una foto de Los Charrúas, un escudo de YPF y un banderín y un chopp con el escudo de Old Georgian’s. “Estos dos los tengo que sacar y ponerles en el otro sector”, dice Jorge sonriendo, ya que el equipo de remera blanca y dragón rojo en el pecho volvió a los torneos oficiales.

 Hay camisetas de Defensores de Glew, de Alumni, de CASA de Padua, de Los Matreros, de la selección de Escocia, de la francesa, una histórica de Irlanda, una exótica del seleccionado soviético sub19 que jugó el mundial de la categoría de 1991, corbatas de distintos clubes, y la de los fundadores de la River Plate Rugby Union Championship, primera entidad “madre del rugby nacional: Belgrano, Buenos Aires, Atlético del Rosario y Lomas.

-Falta la de Flores.

-Sí, lo sé, la tengo que mandar a hacer, pero no consigo quien me haga una sola camiseta. Flores tenía remera blanca con una banda diagonal negra, en el sentido contrario a la de River, y jugaba en lo que hoy es la cancha de Ferro-explica Luccioni.

  Los referees tienen su sector, en donde se exhibe la ropa que usó Efraim Sklar durante los partidos de la Copa del Mundo de 1991 en Inglaterra, y vestimentas actuales de Francisco Pastrana, uno de los referees jóvenes argentinos de más proyección. Y un cartel antiguo del Lomas Athletic, pidiendo que los simpatizantes respeten las decisiones del juez.

-Cuando vienen chicos de visita, les digo que la seña más importante es la de ‘silencio’. Al referee no se le protesta, en el rugby, dice Jorge.

-Ya no se los respeta tanto, ahora…

-Es cierto. Pero yo siempre digo…”los jugadores se equivocan miles de veces…¿por qué el árbitro no puede equivocarse?-agrega este museólogo, que durante años tuvo un cargo muy importante en el Museo de Luján y después trabajó en el área de museos de la ciudad de Buenos Aires.

“Hemos hecho muestras del material del museo durante los mundiales de Francia y de Nueva Zelanda, y también en los partidos en Argentina de la Rugby Championship y en la finales del torneo de la URBA en La Plata. También hemos llevado material a las provincias, por ejemplo a Santa Fe y Chaco”, cuenta Luccioni, y señala la camiseta blanca y azul de Sixty, de Resistencia, el equipo de rugby femenino chaqueño, colocada sobre un maniquí. De cerca, un conjunto de Estudiantes de Paraná y un banderín de La Puna Rugby, de La Quiaca.  Hay una remera naranja de Gnomos, de Mar de Ajó, y otra muy percudida, blanca y roja a franjas horizontales, de Tumbas, de Carlos Casares.  Y especialmente una remera amarilla, de CURNE, brilla contra la pared. “Esa remera perteneció a un chico que, por una lesión cervical y las complicaciones posteriores, murió. Cuando fuimos a Resistencia la mamá del chico nos dio esa remera, que es la que usaba él. No sabés lo que fue ese momento….”, recuerda Jorge, y la emoción lo calla. Habla de Gonzalo Federico Acosta, accidentado en un partido de su categoría M-17. Después de su muerte, el 1 de diciembre de 2004, su mamá Gloria junto a otras madres, crearon la “Red Solidaria Federico Acosta”, que colabora en la mejora del servicio de rehabilitación del Hospital Perrando, de Resistencia, y organiza el ciclo Camino a Ser Puma, destinado, entre otras cosas, a prevenir lesiones en el rugby.

  Nos quedamos unos segundos con la mirada fija en la remera amarilla que usaba Federico, que tiene las firmas de todos sus compañeros. Nos miramos a los ojos y seguimos la recorrida.

   Luccioni conoce historias, resultados, datos. Es un gran guía. El material está bien clasificado y tiene carteles indicativos. Pero hay un objeto misterioso: una escultura en madera del Quijote, sosteniendo una lanza y un libro, con una inscripción en francés en la base, que todavía nadie puede determinar el origen. “Me vuelvo loco buscando y todavía no sé qué es. Ya lo voy a encontrar. Estaba medio arrumbada en la Unión Argentina de Rugby (UAR)”, dice el director del museo.

  Más rarezas: una silla que se usaba en el CASI, metálica y de color celeste, de la década del ’20; una foto del puma “Yerua”, mascota de los sanisidrenses que hacían entrar a la cancha antes de los partidos; otra foto, pero del Atalaya Polo Club, con el “Che” Guevara en la formación, en la fila interior y con la pelota ovalada bajo sus manos; un remo de mando maorí, tallado en madera, traído de Nueva Zelanda; un libro escrito especialmente para el Museo, con la historia del Club Sucu, formado por vecinos de la esquina de Sucre y Cuba, del barrio de Belgrano…

   Está un juego de camiseta, pantalón y medias que Agustín Pichot usó con Los Pumas en el Mundial de 2007, ante Namibia; la que usó Fernando Morel con Sudamérica XV para ganarle a Sudáfrica en 1982; y una camiseta de Los Pampas, de aquel plantel que ganó la Vodacom Cup en 2011. Y como todo museo, hay tesoros que no se exhiben momentáneamente, para hacerles lugar a otros objetos. Dice el director: “Hay de todo...una remera original de Hurling cuando era verde, blanca y naranja….¿fotos?, miles, cuadros…una camiseta de Los Pumas de 1971 cuando fueron a Sudáfrica… un banderín hecho por negros sudafricanos para alentar a Los Pumas en el ’65, porque los negros querían que perdieran los Springboks, si a ellos ni los dejaban entrar a la cancha…”.

“Este local  pertenece a la Municipalidad de San Isidro, que lo cedió a la Asociación para que funcione el Museo. Como tenemos muchas cosas, estamos viendo de tratar de abrir una subsede en Capital. O en otro lado; escuchamos ofertas”, revela Luccioni. “El museo abre de martes a domingo, de 10 a 18 y la dirección es Lasalle 653, Estación San Isidro del Tren de la Costa. Y no es obligatorio pagar entrada. El que quiere, paga lo que puede” dice, y señala una alcancía transparente que aloja billetes de 5  y de 10 pesos, dólares, algunos euros, libras.

-¿Y hay alguna prenda que siempre deja exhibida?

-Sí, la remera amarilla de Federico Acosta. Esa no la saco nunca.

  Es hora de cerrar el Museo. La tarde comienza a diluirse. Jorge se despide cordial, y hay que subir escaleras, ganar el andén, las parejitas que se acurrucan en los bancos de la estación, el sonido del tren que llega, la ciudad enorme tan lejos y tan cerca, tantos mundos distintos que se superponen...